Ferlosio pasa a la teoría



Rafael Sánchez Ferlosio (derecha) junto al entonces director, Jesús Domínguez, durante la conferencia que dio en nuestro centro.

El 1 de abril nos dejó Rafael Sánchez Ferlosio, una de las figuras más destacadas de la llamada generación de los años 50, en referencia al pasado siglo XX. Permanecerá en la memoria de las calles de Coria aquel deambular suyo que se figuraba tan desapercibido, aquella estampa insistente de bohemio, cuya infracción cotidiana mostraba sin recato el empeñado desaliño, la severa mirada, el porte adusto, la declinante figura de los últimos años. Todo en él, por estas plazuelas y rincones de la parte vieja, resultaba familiar y anónimo. Genio y figura se cumplían como destino y carácter en ese personaje que, con más desapego que voluntad, fue construyendo o dejándose construir a lo largo de una longevidad que a él mismo lo tendría sorprendido. De este gran estilo que fue Ferlosio bien podría afirmarse que atravesó los tres círculos del abismo existencial que somos. Porque vivió y escribió desde el purgatorio, entre el cielo y el infierno, cruzando los escarpados senderos de la existencia humana. Momento hubo en que el hado ejecutivo cargó con él la mano tanto, tan sin medida, que en otro, con menos arrojo y voluntad, hubiera provocado el hundimiento completo de su esperanza. Pero supo gozar de los placeres y los días, y, más allá de la afrenta del tedio cotidiano, bajó a los reinos de Eleusis y conoció los paraísos artificiales, sin sucumbir a ellos. Con inusual maestría compuso el fuego de los ditirambos en el adamantino engaste de un pensamiento racional y lúcido, irreductible y tenaz. Su prosa ensayística, una de las más flamígeras indagaciones del pensamiento político y social de su tiempo, fluía a través de un pulso mantenido por sistemas vasculares de sintaxis arbóreas y envolventes, capaces de llevar el razonamiento una y otra vez de la inferencia lógica a la sorpresa tácita, sin darle apenas tiempo a recobrar el fiato de una voz en permanente revelación, en constante ascesis. Desdeñó la narrativa en la segunda parte de su carrera, siempre exitosa, aunque Gonzalo Hidalgo Bayal pensaba que sus ensayos seguían siendo parte de su razón narrativa, por el camino de Jotán. Incluso renegó de El Jarama, título señero de la novela del medio siglo, que lo encumbró al más general reconocimiento de crítica y lectores, convirtiéndolo en casi un clásico en vida, por solo esa pieza. Pero rescató Alfanhuí de las llamas escépticas de su propio escrutinio. Alfanhuí, que redactó siendo casi un adolescente y por ello mismo manifestación de un genio precoz y distinto, resulta un logro de exclusiva brillantez. Por lo alcanzado con la madurez y originalidad de su inventiva, por el venero de la gran novela española del Siglo de Oro que recoge, por la marginación, en fin, de los modelos en boga, esta pieza descuella como una cumbre exclusiva entre los trillados caminos de la novela española de posguerra.
Poco dado a los halagos y el inmoderado exhibicionismo de la vanidad literaria, huidizo en los cenáculos y ajeno a banderías, nunca admitió con buen ánimo el contento placentero de una sociedad pagada de sí misma y despreocupadamente satisfecha.  ¡Ay, el deporte! Fue un punto huraño, cuyo dies irae era bien conocido. Quizás precisamente por ese exceso de soberbia en que se refugia la humildad ante el desafuero de los ineptos y el desconcierto de la vida.  Ferlosio, y es fama, sabía reírse de sí mismo hasta con estruendo. Nunca vivió cómodo entre el aplauso de los gentiles, menos aún de los fatuos. Y dedicó su obra, que es decir su vida, a la única empresa radicalmente humana que tuvo: la búsqueda de la verdad irrenunciable.

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